sábado, 29 de abril de 2017

Buen camino


Llega un momento en la vida en el que cumples 30 años y ya no puedes mentirte más a ti mismo. Llega un momento en el que abres los ojos, te descubres, y resulta que no eres la persona que pensabas que eras.

Ayer dejé atrás la veintena y os juro que me siento diferente. En parte porque esto de pasar de década tiene su importancia emocional, y en parte porque estoy estrenando unas bragas fabulosas que me compré el otro día en El Corte Inglés con bastante reticencia por eso de que la experiencia no molaba tanto como dejar que te roben descaradamente en Victoria Secret por unas braguitas que 1) no son tu talla y 2) sabes perfectamente que no van a aguantar ni tres puestas,  y la verdad, no sé cómo he vivido tantos años sin ellas. Cumplir 30 y empezar a comprarte la ropa interior adecuada es todo uno, parece ser. Y sienta jodidamente genial.

Soy otra. Lo juro. La próxima vez que me pregunten “qué le dirías a tu yo de hace 10 años” responderé: “no te fíes de los anuncios. Vete al Corte Inglés y deja que la especialista en bragas te diga lo que necesitas, que tú no tienes ni puta idea.” Me irá mejor. Seguro.

Pero bueno, el caso es que mola cumplir años, porque ya te vas conociendo, y todo te va dando más igual. Porque te aceptas y no le das tanta importancia a las chorradas que antes parecían asuntos de vida o muerte… y, en casos como el mío, también mola porque te vas quince días a hacer el Camino de Santiago y no puedes esperar a dejar el mundo, tus peque problemas y tus putos sueños atrás por unos días.

Así que ahí estamos, preparando la mochila. En unos días me voy a hacer el camino, a desaparecer un ratito, a coleccionar ampollas, agujetas y pensamientos errantes. Si ya he estado bastante ausente en las redes sociales en los últimos meses, nos esperan unos días de absoluto silencio si todo va bien… o de tweets histéricos si me aburro mucho, porque me voy sola. He decidido hacer el camino igual que voy por la vida: solita, con una gran carga a las espaldas que yo misma he puesto ahí y un palo. A ver, palo el que me han dado una y otra vez, pero bueno, para andar la verdad es que tiene su gracia.

Nos vemos en un par de semanas por aquí comentando lo duro que es andar mucho rato durante muchos días, lo fútil de la existencia humana y la delicia de las pequeñas cosas.

Buen camino.



domingo, 9 de abril de 2017

Persigue tu sueño


“Persigue tu sueño, no lo dejes ir jamás, y todo irá bien.”

Y yo, como una imbécil, les creí.

Así que hice las maletas, físicas y emocionales, y eché a correr detrás de una idea, de un concepto que ni siquiera era mío: lo había heredado de los 80, como mi pasión por los videojuegos de arcade y el iridiscente pop electrónico. Corrí pensando que lo conseguiría, que sería especial. Iba tan deprisa que más que un sueño parecía un póster desgastado de la habitación de alguna otra adolescente igual de borrosa que yo, a la que el mundo iba a castigar por tener tetas y ser normal, como yo.

Di por sentado que llegaría, sería como David Bowie, y me emocionaría todos los días cantando cosas que significaban algo desde algún sitio como París o Nueva York, escribiendo letras que me convertirían en alguien mejor, bebiendo mucho café, fumando ocasionalmente, colaborando en musicales de Broadway porque “why not”. 


Corrí, sin mirar atrás.

Pero si os soy sincera, y últimamente no puedo dejar de serlo, nunca me imaginé a mí misma haciendo nada de eso, al menos no en serio. Creé una versión de quién creía que era, que encajaba en el sueño, pero esa chica, ahora lo sé, no era yo. Mi vida era como ver una película con una protagonista que me recordaba un poco a mí, y que no acababa de entender del todo. Era bonito y un poco triste a la vez. En las contadas ocasiones en las que me paraba a respirar, fantaseaba con una casita pequeña en un bosque con vistas a un lago, una acogedora biblioteca con chimenea y una bodega llena de vinos buenísimos. Pero me lo dijeron tantas veces… estaba en todas partes: “tienes que triunfar, tienes que soñar a lo grande, y tienes que perseguir ese sueño sin descanso”. Y les creí. Empecé a pensar que de eso iba la vida, de perseguir sueños. De dejar todo lo demás atrás.

Y ahora, a unos pasitos de los treinta años, me he dado cuenta de que llevo tanto tiempo soñando que me he perdido mi puñetera vida. Y sinceramente, no me quiero perder nada más. Así que he decidido cambiar, cambiarlo todo.

Al principio lo único que quería era despertar, dejar de soñar. Después pensé que lo que necesitaba era otra forma de soñar el mismo sueño. Y por último decidí, no sin un tremendo dolor en el pecho que parecía prender fuego al aire que respiraba, que lo que necesitaba era otro sueño que reemplazara al viejo.

Han pasado años desde que soñé la música, y he cambiado tanto, tantísimo, que sabía que no me costaría mucho encontrar otra gran pasión escondida debajo de las enciclopedias que siento que he escrito sin mirar dentro de mí misma… y que jamás leeré, por supuesto. Me tragué sin rechistar esa idea de necesitar un sueño distinto que perseguir incansable hasta el infinito y más allá, y me puse manos a la obra.

Y ahora, después de meses de arduo trabajo emocional… me he dado cuenta. He encontrado la respuesta. Y es tan jodidamente evidente, que me duele pensar que ha estado allí todo el tiempo y no he sido capaz de verla. Estaba tan ocupada intentando triunfar, intentando ser feliz, que perdí de vista lo esencial.

No sé por qué, cuando imaginamos un sueño, tendemos a pensar que los sueños son una fuerza estática, un destino fijo, la materialización indisoluble de quienes debemos ser. Pensamos que un sueño es un lugar, un objetivo y un billete de ida cerrado con fecha de caducidad. Pero nos equivocamos. Nos equivocamos todo el rato sin parar... cómo no.

Y es que estoy empezando a pensar que a lo mejor soñar es como respirar, una función más que no podemos evitar, que no hay manera de encauzar. A lo mejor un sueño es simplemente un parpadeo de humanidad en la oscuridad. Un latido en el silencio. A lo mejor es viento y (perdonadme la cursilería extrema pero no lo he podido evitar) nosotros el barco perdido en mitad del mar. A lo mejor los sueños son la energía renovable que nos mantiene con vida y en movimiento… y no tienen nada que ver la tiranía del éxito. Y cambian, y evolucionan, vienen de todas partes y de ninguna a la vez. Y nosotros tenemos derecho a perdernos, a no entenderlos, a cambiar de rumbo y explorar todo el puñetero universo, a dejarnos llevar por el mar… a saltar de un sueño a otro, saborearlos todos o dejarlos pasar..., porque la vida es muy larga, pero demasiado corta como para ponerte a pensar qué es vivir y qué es soñar, dónde empieza el cielo y dónde acaba el mar.

Porque… ¿y si la vida no va de cumplir un sueño?

¿Y si el sueño es saber seguir soñando, sin más?

Pase lo que pase. Soñar contra todo pronóstico. Soñar, ya está. Y vivir tu vida. La que te gusta. La que te hace sentir bien. Una vida que no tiene por qué tener sentido. Una vida que recoja todas las cosas que te hacen feliz, que camine hacia el sueño de poder seguir soñando y cambiando, reinventándote sin miedo y sin razón, retozando en una caótica rutina que sea realmente tuya, y no una persecución desesperada de un concepto de “triunfo” que has heredado sin mirar.

¿Y si la vida va de vivir soñando? ¿Y si el único éxito que existe es ser feliz con lo que hay?

Me revuelvo en la silla. Son las tres de la mañana de un sábado y estoy en casa escribiendo, sola, sintiéndome caer. Y es genial. Tengo todas las ventanas abiertas y hace un poco frío, pero por fin algo tiene sentido. Me fumo un cigarro y me pongo a canturrear en la oscuridad. 

No sé qué va a ser de mí mañana. No tengo ni la más mínima idea de qué voy a hacer con mi vida. La verdad es que no tengo ningún plan, no persigo ningún objetivo en concreto y tampoco busco triunfar más allá de preparar el capuccino perfecto mañana para desayunar. No tengo ni idea de hacia dónde voy, ni a dónde voy a llegar, pero ¿sabéis qué?

A lo mejor ése es el maldito sueño.


A lo mejor ésta es mi jodida forma de soñar.