¿Habéis visto
Westworld ya? ¿Sí? ¿No?
Es bestial.
Tenéis que verla.
No os
quiero hacer spoiler, pero es que ayer vi el final de la serie y la selección
del representante español de Eurovisión… y me di cuenta de que Eurovisión es como Westworld: hay dos
juegos distintos que se ejecutan a la vez, dos niveles superpuestos. El más
evidente y superficial, en el que cada país lleva una candidatura, una canción,
un artista, una propuesta estética y televisiva para compartirla con los demás,
y sólo uno gana y los demás pierden.
Y luego está el
verdadero juego, el laberinto que hinca sus garras en lo más profundo de
nuestra identidad artística musical y en los resquebrajos del comercio de
entretenimiento a nivel internacional.
Y son muchos los jugadores que buscan divertirse, brillar y ver satisfechos sus deseos más oscuros, y muchos los locales que luchan por completar y comprender sus lacerantes narrativas. Pero no hay suficientes valientes buscando entender el puñetero laberinto.
Eurovisión no es
sólo un concurso televisivo y musical. Es una fiesta, sí, amada por muchos,
despreciada por otros... Pero Eurovisión es también una feria para
profesionales: todo el mundo gana si lo hace bien, y todo el mundo pierde si no
se sabe muy bien por qué está ahí. Y eso es lo que le pasa a España, año tras
año.
Se han escrito
mil tweets sobre lo que pasó anoche, tweets de enfado, de pena, de rabia y de
desconocimiento… tweets halagadores, otros graciosos o sin ninguna gracia. Permitidme que,
después de mis cuatro chistes de rigor en Twitter y dejando de lado mis pequeñas preferencias personales que de ninguna manera fueron satisfechas anoche, os deje este pequeño
comentario para finalizar.
Eurovisión es un
negocio. Como Westworld; es un parque temático de música, que busca hacer bailar a unos... hacer negocios con otros... y encontrar algo más, algo único que lo cambie todo. Es un escaparate comercial, el sitio en el que forjar alianzas,
conocer gente y tender puentes. El lugar perfecto en el que contactar con inversores, con medios extranjeros y compañías musicales que de ninguna otra manera hubieras
llegado a saludar jamás. Y tenemos que tomarnos el juego mucho más en serio.
Nuestro
representante en Eurovisión será un embajador de las artes españolas en Europa.
Va a hacer trescientas entrevistas, dará conciertos, viajará y contará a todos
quienes somos, cómo somos, y qué queremos ser para ellos. Será la persona con
la que compararán el concepto que tienen de nuestra cultura, nuestras
costumbres, nuestra profesionalidad y nuestra calidad humana y artística. Será
nuestro primo, y cuando viajemos a Alemania a pedir trabajo, o cuando vayamos a
conocer a la familia de nuestro novio ucraniano, será la anécdota cultura que
tendrán esos queridos desconocidos para contextualizarnos.
Nosotros, los
españoles, no invertimos nada en la marca “España”, básicamente porque
somos los primeros que no creemos en ella. Y seas o no fan de la marca, o del concepto de "país" y "nacionalidad" -a mí personalmente no me seduce ninguna de las tres, la verdad-, vivimos en una realidad comercial en la que tiene un uso específico, y muchas cosas dependen de ella,
como la generación de proyectos internacionales, mejorar el comercio artístico,
abrir fronteras para nuestra música… Pero no. Preferimos patear cada pequeña oportunidad de crear un
sello de calidad impermeable y duradero que nos ayude a establecer relaciones profesionales y culturales provechosas, y encima nos partimos de la
risa.
El público
enloquece, se enamora, lo goza fuerte y vota con el corazón. Visita Eurowestworld y se deja llevar por el momento. Vibra. Y mientras ellos votan por su favorito, los demás se lo piensan dos veces.
La industria, Delos, busca el beneficio, la gratificación económica, el negocio rápido y fácil. Se manchan las manos, y no hay lugar para cursilerías. Y los profesionales, los músicos, buscan la anomalía en la narrativa, el puñetero laberinto que les ayude a entender. Se fijan en la persona, en la propuesta, en la carrera. Se hacen preguntas incómodas y muy poco glamourosas en las que los demás no quieren pensar, porque esa persona no sólo representa a su país y su cultura, no sólo les representa como individuos, sino que también representa a su gremio, a ellos como músicos. Representa su trabajo, y con la comida no se juega.
Y todos ellos piensan: “si yo
fuera un súper directivo sueco de una discográfica o promotora genial y
conociese a esta persona… ¿querría hacer negocios con ella? ¿Tiene solidez? ¿Me gastaría dinero? ¿Le ayudaría?”.
Piensan así, porque así van a pensar "ellos", las personas que abren puertas y cambian códigos. Y la respuesta, lamentablemente, suele ser "pseee... no".
Mientras, nuestros grupos, nuestros artistas, atrapados en una narrativa que no es la suya, intentando liberarse de las limitaciones impuestas por la industria, el consumidor masivo y las catárticas circunstancias, siguen peleando a oscuras y en soledad, por liberarse y salir fuera porque, seamos sinceros que esto es Internet, el hecho de haber
nacido en España es a día de hoy una lacra para sus carreras si pretenden exportar su trabajo.
Por supuesto Eurovisión no es ninguna solución mágica a nada, y como Westworld, tiene sus propias reglas, sus defectos de sistema, sus villanos y sus narrativas fijadas... pero lo cierto es que
Eurovisión podría abrir muchas puertas para los músicos españoles… si
tan sólo pudiésemos encontrar el puñetero laberinto, Dolores.
Gran reflexión. Aunque dudo que Eurovision tenga tanta relevancia en la visión que tienen de nosotros en otros países... Esperemos 😅
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