La primera vez
que vi el trailer de La La Land decidí que iba a ser una de mis películas
favoritas.
No podía esperar
a verla. Me imaginaba todo lo que quedaba por desvelar rellenándolo con mi
pequeña experiencia, con los diminutos pedacitos de realidad que he ido
coleccionando desde que empecé a intentar triunfar en eso de la música.
Entré emocionada
en la sala. Iba a saborear cada uno de los planos como si fueran, yo que sé,
mensajes de texto dirigidos sólo y exclusivamente a mí. Así de ridículamente
egocéntricos somos los pretendidos artistas cuando nos da por sentir.
Me senté. Di un
sorbo a mi coca cola y, en algún momento de sabiduría extrema, saqué un paquete
de kleenex. Por si acaso me emocionaba con alguna canción, que nunca se sabe.
La verdad es que me emociono con todo, así que podía pasar perfectamente.
Hice bien,
porque resultó que La La Land se iba a convertir, por culpa de mi caótica circunstancia personal, en una
de las películas más tristes que había visto en bastante tiempo. Deliciosamente triste, por supuesto,
con sus colores vivos, sus bailes, sus canciones preciosistas que te calan los
huesos, con el desencanto lánguido y coqueto que asoma en los ojos de los
protagonistas, que saben muy bien de qué coño va la película en realidad.
Empecé
emocionándome con las pequeñas cosas, con esa primera escena del atasco
convertido en musical, ese retrato tan mundano y circunstancial de la ciudad de las
estrellas, esa introducción tan accidental de los personajes. Por supuesto el
que la peña se pusiera a bailar porque sí en cualquier momento también ayudó a
entrar en el juego, porque nada dice “realidad” como sucesos absurdos que pasan
sin motivo aparente.
Sin ánimo de
hacer spoiler, os diré mi
humilde y pequeña opinión.
Es una puñetera
obra de arte. Es un “Inception” del mundo del espectáculo. Y habrá muchos que dirán
que la peonza seguirá girando sin fin, y habrá quien dirá que la peonza caerá.
Pero lo bonito es no saber. Lo bonito es bailarle el agua a la incertidumbre, y
que cada uno decida con qué se queda.
Y La La Land, depende de quién la vea, será una película de amor, de
desamor, de música, de la industria del cine… será una película feliz, o una
tremendamente triste. Será una película lenta, rápida, aburrida o sencillamente
genial. Bueno, no creo que sea una película rápida para nadie en realidad... quizá para mi abuela.
Y yo… bueno, yo me
quedé llorando en la oscuridad, sola con los créditos, enamorada, intentando respirar mientras los muchachos
del cine empezaban a limpiar la sala que hacía mucho se había quedado vacía. Estaban
ellos, un montón de butacas mudas, y la música de Justin Hurwitz, que estarían
ya hartos de escuchar. Y la sombra de una joven que, sin querer dejar de soñar,
aprendió sin querer a priorizar. Una compositora que, sin darse cuenta, eligió el amor por encima
de la música, que se quiso más de lo que quiso que la quisieran los demás. Una mujer que
se sentía como una niña de dieciocho años a la que le dijeron que todo podía
pasar, tan sólo con quererlo de verdad. Una
anciana de casi treinta añitos que había sentido demasiados claroscuros para su edad. Una cara
desconocida que en ese instante decidió que se merecía más.
Salí del cine
reviviendo cada pequeña conversación que había tenido conmigo misma desde que
dejé mi doctorado en lingüística para ponerme a cantar.
Salí llorando,
vibrando, sin poder parar el aluvión de emociones que me golpeaban una y otra
vez, alternando pena, dolor, alegría, nostalgia y libertad.
¿En quién me
había convertido?
¿Qué habría
hecho yo de estar en esa película?
Me subí al coche
y empecé a conducir. Era de noche. Menos mal. No habría podido soportar
enfrentarme con la vida en ese momento. Aún me quedaban horas para tener que
ser una persona de verdad otra vez.
La carretera se
deslizaba coqueta bajo las ruedas, arrancando un suave ronroneo de posibilidad
dentro del coche. Mi mente no dejaba de tararear la canción del final,
resolviendo cada detalle de la película a corazón abierto, con mi vida hecha trizas, sin
ningún futuro al que seguir pidiéndole cosas. Agarré el volante con fuerza. Y
sonreí.
Sonreí porque,
de repente, lo supe.
Ahí estaba yo,
conduciendo hacia ninguna parte, con la infinita y absurda posibilidad como
compañera de viaje porque, ahora me daba cuenta, yo no estaba en esa puñetera
película.
Había cometido muchos de los errores que los personajes cometen en La La Land. Tantos y tan
parecidos que empiezo a pensar que no son tanto errores como peajes que hay que
pagar para poder dedicarte a la música, al cine, al arte en general. Cualquier
músico que conozco podría decirte algo similar.
Pero un buen
día, no se qué dios sabrá por qué, paré. Dejé de estar tan obtusamente
obsesionada con lo que pensaba que quería y empecé a quererme a mí misma un
poco más.
Arañé sin miedo
mi ya no tan estúpido concepto del éxito y la felicidad, y moví un par de
muebles en mi cerebro para acomodar las pequeñas verdades que te va lanzando la
puñetera película sin darte cuenta. Que es muy fácil perderse dentro de uno mismo. Que tienes que hacer hueco en la vida para los sueños, y hacer hueco en los sueños para la vida. Que el éxito no existe, y el arte no tiene nada que ver con ese agujero negro. Que ser feliz es un
trabajo, y hay que esforzarse más. Que hay que ser valiente para amar y ser amado. Y que nada es
tan importante como tener con quién desayunar, me da igual lo que digan los
demás.
Y ahora estaba
volviendo a casa, sin saber muy bien dónde estaba eso, riéndome de lo patética
y absurda que había sido durante años preocupándome tanto por chorradas; si me
invitarán a tal fiesta, si me nominarán a tal premio, si alguien le gustará lo que hago, o si lo escuchará sin más. Había malgastado tanto tiempo
preocupándome por tonterías… Que no podía hacer otra cosa que reírme. Que la
vida está para vivirla, sin más. La vida está para querer a alguien. Quererle
locamente y sin parar.
Di un volantazo
y, en el último momento, tomé la salida que no era.
Qué más da a
dónde llegues. ¡Qué más da lo que consigas demostrar!
Eres lo que
quieres a los demás.
Cinco minutos
después aparqué el coche en casa de mis padres.
Me quedé a
dormir.
Me quedé a
desayunar.
Me quedé a volver a empezar.
❤.
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ResponderEliminar"Que tienes que hacer hueco en la vida para los sueños, y hacer hueco en los sueños para la vida."
ResponderEliminarSiempre estará esa parte que te llama hacia lo que de verdad quieres, desde una película, desde una canción, o desde un texto.
Sin palabras👌
:)) Me alegro mucho de que te haya gustado.
EliminarNecesitaba leer algo así sobre la peli, menos técnico y más centrado en lo que sientes al verla y en lo que te transmite. Lo mejor es que es de esas películas que cuando la vuelves a ver le encuentras otro significado diferente que no desautoriza al anterior, sino que lo hace más completo.
ResponderEliminarOjalá esta entrada no sea cosa de un día, mola mucho leerte 😊
:))) Mil gracias!! Estoy intentando escribir más, prometo que lo haré! Te mando un beso. Muchas gracias por leer y por dejar un comentario.
EliminarDa guato leerte, mucha suerte Mónica 😘
ResponderEliminarGusto* -.-'
EliminarDa gusto que me leáis y os guste. Jajaja. Gracias por venir, y gracias por saludar. Un beso.
EliminarQué bonita reflexión. No he visto La la land pero me ha gustado leerte.
ResponderEliminarY que sepas que a mí me gusta tu música y tu arte.
:)
Jajaja muchas gracias!! Me alegro de que te guste lo que hago! Te recomiendo la película; a veces da ganas de ponerse a bailar!
EliminarTienes la cabecita muy bien amueblada, y el corazón lleno de amor. Qué suerte el que consiga desayunar contigo.
ResponderEliminarNo dejes nunca de escribir, te lo agradecemos muchos. ��
Eso es culpa y mérito de mis padres, ya sabes. Jajaja. Mil gracias siempre. :')))
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