Es lunes y, como todos los lunes, me despierto con una vaga
sensación de martes pegada a las sábanas. Me persiguen las manillas del reloj
mientras me estiro, eternamente perezosa en la cama y me quito las legañas como
si aún tuviera cinco años y me importase todo una mierda. Bostezo y clavo la
mirada en el techo. “Lunes… hoy tenía…” Repaso mentalmente mi agenda, como si
pudiera leerla en el techo de mi habitación, y comienza la aventura: “¿…qué me
pongo?”
Suelto un bufido, tropiezo con mis ganas de ser una persona
de verdad y salgo de la cama a regañadientes con la vida.
Es lunes, y como todos los lunes he olvidado por completo
qué he hecho la semana anterior, así que abro mi armario esperando encontrar el
universo de envenenadas posibilidades que me esperan siempre allí, rumiando
frases de autodestrucción para hacer de mi café de buenos días un café irlandés… y no
encuentro nada.
Nada.
Parpadeo confundida.
Ya no está ese jersey monísimo que me acentúa las ojeras.
Tampoco está aquel maravilloso vestido gris que me pone cinco kilos más. Ni
rastro de esos pantalones la mar de “chic” que me hacen parecer un umpa lumpa
vagabundo. Y esa camisa de moderna relamida que me hace bolsas en los lugares
mas insospechados, que parezco un ballenato primo hermano de David Delfín,
también se ha evaporado.
Es lunes y, entre legaña y bostezo, he olvidado sin querer
que llevaba semanas vaciando mi armario, y justo ayer domingo vendí toda mi
ropa en un mercadillo a precios tan bajos que un par de veces lloré. De la
alegría. Por ver la cara de ilusión que ponía aquella señora de sesenta y
muchos que revivía sus años de bohemia locura con mis zapatos y mis vestidos de
fiesta. Por escuchar el grito de ilusión ahogado de esa adolescente que no se
podía creer que tuviera tantísimas camisetas de sus grupos favoritos… y unas
faldas de tutús para ponérselas a juego. Por ver la expresión de secreta
satisfacción de aquel señor muy bien vestido que sabía que se llevaba un bolso
maravilloso para su mujer a precio de estropajo para limpiar la cocina. Y ya ni hablar de aquella niña de cinco años que miraba embelesada mis coronas de flores, que por el precio de una diadema y la sonrisa más adorable jamás esgrimida, le regalé todas las demás.
Vendí toda mi ropa, me deshice de todo aquello que no me hacía
sentir irremediable y caóticamente bien con la idea de ser quien resulta que soy, y me quedé con lo justo para volver a
empezar. Lo justo y necesario para diseñarme una nueva vida, una vida a mi
gusto, a mi talla. Una vida para mí, y no para los demás. Un futuro a mi
medida.
Es lunes y me he dado cuenta de que si alguien se tenía que
poner a dieta no era yo, sino mi armario.