martes, 5 de febrero de 2019

Mundo en llamas


Me da miedo encender la televisión. Siempre digo que soy más de Netflix por esquivar preguntas, por fingir que es cosa de preferencias, que aún estoy en control. Pero lo cierto es que no puedo enfrentarme a ella. Me puede. Me deja K.O., mirando al vacío en un rincón.

Me da miedo encender la televisión porque el mundo está en llamas, pero la que arde soy yo. Y me escondo. Me hago un ovillo en el sillón. Hundo el rostro en las rodillas y tiemblo de impotencia, de frío, de morbosa irrealidad. Vibro como la cuerda desafinada de una guitarra que destroza sin querer toda canción. Huyo de las noticias, los titulares, las voces aburridas que repiten una y otra vez las mismas atrocidades como si recitaran la tabla del ocho: con el macabro orgullo de quien cree haber aprendido la lección. Porque ya todo es normal. No nos asusta nada. El horror nos da igual.

Y sales a la calle. Vas a trabajar. Quedas con amigos. Te vas a bailar. Lo que sea con tal de no pensar.

Pero a mí me tiemblan las manos. Me lloran los ojos. Me escuece la realidad. Las conversaciones educadas se suceden unas a otras como vagones de metro que no van a ninguna parte, haciendo ruido sin verdad. Se habla del tiempo, del tráfico, se filosofa un poco esperando a que algún valiente se atreva a hablar con el estómago, ese hambriento e incomprendido corazón que intenta digerir la tortuosa acción de seguir vivo. Porque cuando el corazón ya no da abasto, se nos estrujan las entrañas. Nos da arcadas la vida, pero tomamos otra copa y se nos pasa. La conciencia es como una fastidiosa resaca que no hay manera de quitarse de encima. Hacemos como que no la sentimos y pedimos otra copa. Siempre otra copa más. Lo que sea para acallar a ese monstruo que nos muerde de dentro a afuera, intentando hacernos reaccionar.

Miro a mi alrededor. No sé cómo me he dejado convencer para salir de fiesta. Con la que está cayendo en el mundo, con lo bajo que estoy cayendo yo. Tengo una copa en la mano, pero no recuerdo haberla pedido. Probablemente alguno de mis amigos me ha visto un poco seca, un poco mustia. Le araño una agria sonrisa a mis labios e intento mantenerla ahí. Inmóvil. Me hablan. Dejo que mi malograda mueca hable por mí. Sé que se supone que tengo que contestar, pero prefiero beber sin parar y fingir que escucho.

Y no pasa nada porque, por si las cosas no iban lo suficientemente mal, todo el mundo tiene una opinión, y no me hace falta ni hablar para parecer normal. Con estar ahí, basta. La gente se convierte en tubos de escape en erupción. Los miro, fascinada por el horror. Sus labios se mueven rápidamente, afilados de cinismo e ilusión porque alguien está escuchando. Pero ese alguien soy yo. Joder. Soy yo. Y escupen lava, y me quema y me salen llagas de comprensión, porque intento entender, empatizar, enmarcar, contextualizar. Pero siempre muero ahogada en la desilusión de entender que hablan sin saber. Hablan sin querer saber, que es peor.

Es entonces cuando quiero verlo todo arder. Me imagino el fin del mundo y mi estómago da un vuelco. ¿Te imaginas? El fin de todo. A veces pienso que los humanos somos dinosaurios que han sobrevivido demasiado tiempo. Alargamos lo inevitable, aferrándonos al resquicio de humanidad que nos mantiene cuerdos para justificar que somos indispensables. ‘Menuda gilipollez’. Me acabo la copa de un trago, salgo a la calle y enciendo un cigarrillo. Procuro alejarme un poco de la puerta del bar, más que por no molestar, para que no me molesten. Es bien sabido que muchos usan la excusa del cigarrito entre copas para iniciar conversación, y es lo último de lo que me siento capaz en ese momento: de un cortés coqueteo con un desconocido que se esfuerza por aparentar una indiferente simpatía cuando lo único que quiere, probablemente, sea follar. Que no es yo no quiera necesariamente, pero no es el momento. Estoy demasiado ocupada intentando no explotar de furia, de incompetencia humana, de estupor y de vergüenza. Me abrazo a mi mediocridad y exhalo con furia. El humo juega a mi alrededor, como riéndose de mí. ‘Te voy a matar un día’, dice el tabaco. ‘Pues a ver si lo haces pronto’, le contesto con desdén.

En mi familia hay mucho fumador. Incluso cuando dejó de estar de moda, cuando los medios de comunicación descubrieron de pronto, oh sorpresa, que el tabaco estaba mal, que estaba feo eso de suicidarse de a poco delante de los demás... lazos de nicotina se afanaban por seguir cosiendo los parches de mi árbol familiar a medio descomponer. Los cigarrillos son confeti necesario y familiar. Como la lluvia estrellándose contra el suelo. Como ríos que van a parar al mar.

Es en momentos así cuando pienso en el padre de mi madre. Nunca llegué a conocerle. A mi abuelo, digo. Pero quiero imaginar que nos hubiéramos llevado bien. Le gustaba fumar, beber y escribir. Como a mí. Estaba enamorado de la vida, del mundo, del placer de existir. Quizá perdí a mi mejor amigo antes de nacer. Quién sabe. Y sonrío. Sonrío mucho porque él nunca dejó de vivir la vida por miedo a morir. Y, aunque su afición al tabaco fuera por razones completamente opuestas a las mías, me siento parte de una saga de irreverentes soñadores condenados a desaparecer y es deprimente, lo sé, pero me gusta. Por un ratito aunque sea, soy parte de algo, aunque ese algo vaya a morir conmigo.

Me pregunto si se puede heredar el cinismo. Miro mi reflejo en la ventanilla de un coche mal aparcado y suspiro. ¿Habré heredado yo el mío? ‘Quizá sea mejor si no tengo hijos’, pienso de repente. ¿Hijos? ¿De dónde cojones ha salido ese pensamiento? Sacudo la cabeza, queriendo quitarme de encima la funesta sensación de que tendré que pensar en eso pronto. Pronto, sí. Pero no ahora. Ahora el mundo es una mierda y ni siquiera estoy borracha. Es un viernes de mierda, otro más. Y no hay nada peor que pensar un viernes. Sobre todo si aún puedes caminar en línea recta.

Tiro la colilla al suelo y la aplasto lentamente, queriendo alargar la intimidad de ese momento. Sé que tengo que volver al bar. Tengo que volver con mis amigos, y hacerles sentir que todo va bien, que no nos vamos a morir. Que no se acaba el mundo. Y que sí, claro que quiero otra copa. Claro que quiero bailar. Y bailo. ¡Vaya si bailo! Me mudo al centro de la pista y, con el vaso en la mano, convenzo a mi cuerpo para que se mueva al ritmo de la música. No reconozco la canción que está sonando, pero me da igual. Mis pies se deslizan por el suelo, ligeramente pegajoso por el alcohol que algún incauto ha dejado caer. Chasqueo la lengua y me resigno. ‘Nada puede ser perfecto’ pienso. Me río de lo profundamente gilipollas que puedo llegar a ser e intento dejar de pensar.

Bailo, como todos los demás, y me muero de la envidia. Treinta y pico años y aún no he aprendido a ser como ellos. Aún no he aprendido a cerrar los ojos y borrar el mundo. Me viene a la mente sin querer un pasaje de ‘El Resplandor’, cuando Dick Hallorann, el cocinero, le dice al pequeño Danny que no tenga miedo si ve algo feo en el hotel Overlook, que cierre los ojos y los monstruos desaparecerán. Pero no lo hacen, querido Dick. Aquí, como en el Overlook, los monstruos son reales y pueden hacerte daño. Pueden hacerte daño de verdad. Una voz en mi cabeza se ríe de mi ingenuidad y dice, entre carcajadas, que no sea tonta, que mis amigos tampoco han conseguido enterrar la realidad. Que ellos también intentan lo de cerrar los ojos, pero nada cambia. Simplemente se les da mejor fingir que a mí. Me río, salvajemente cínica. Ardemos todos en el asco y la obscenidad de ser felices dándole la espalda a la humanidad y nos da igual. Somos inmunes al bochorno. ¡Qué deliciosa atrocidad!

Pero por eso bailamos. Por eso bebemos, follamos y fumamos sin parar. Porque sabemos que los monstruos nos van a coger. Sabemos que el mundo, como el Overlook, arderá. Y las cenizas se harán niebla y mugre y verdad. Y nos ahogaremos en lo inevitable. Nos perderemos en el privilegio de haber elegido nuestra maldad. Hemos construido un mundo horrible, con un parque de atracciones muy pintón, la verdad. Y algunos nos hemos quedado a vivir allí para siempre, fingiendo que esto es patria y libertad. Firmamos peticiones en Change.org y seguimos caminando, sin mirar atrás, porque hay una montaña rusa nueva que no nos queremos perder. Se llama autocomplacencia y no está nada mal.

Me acabo la tercera, quizá cuarta, copa y me dejo abrazar por la soledad de estar rodeada de desconocidos. Una bola de espejos se retuerce en el techo, arrancando destellos multicolores a mi alrededor. El alcohol empieza a hacer efecto y de repente, como si nunca antes lo hubiera pensado, me doy cuenta de que estoy viva. Un destello de luz prende mi ajado corazón con una tímida llama de alegría, y esa voz en mi cabeza canturrea una sola vez más antes de desaparecer.


‘El mundo está en llamas, sí, pero serás tú quien arderá’.



< Si prefieres escuchar este texto, aquí tienes el podcast: https://www.ivoox.com/mundo-llamas-audios-mp3_rf_32291935_1.html  >




domingo, 27 de enero de 2019

Viejos-Mierda


Madrid es una ciudad pueblo. Se extiende, como una vibración inerte, comiéndole terreno al campo, como un ecosistema de hormigas zombies que arrasa el horizonte, muy poco a poco. Y se cubre la cabeza con un manto de gases venenosos, como lo hacen todas las grandes ciudades. Y sus calles están abarrotadas con coches y semáforos y perros y gente corriendo al trabajo, como en todas las grandes ciudades. Y por debajo de su piel reptan intrincadas líneas de metro que se hunden en la tierra como venas llenas de gente que también va corriendo al trabajo, como en todas las grandes ciudades. Pero Madrid en el fondo es un pueblo. Si me apuras, Madrid es una amalgama de pueblos que tuvo a bien juntarse y fingir juntos que eran Nueva York, o Londres, o Pekín. Pero los que estamos dentro sabemos la verdad. Sabemos que hay un pueblo en Argüelles, otro en el Retiro, otro en el río y entre ellos, mil quinientos. Y el peor de todos: Malasaña. Que en realidad no es el peor, pero pocas cosas hay más madrileñas que odiar al barrio que realmente se siente como Nueva York, Londres o Pekín. 

Mi pueblo podría recibir mil nombres, pero para mí es El Río. Es mi barrio, mi pueblo, y por supuesto lo considero el mejor de Madrid, que al fin y al cabo una es madrileña y hay cosas de las que no se pueden huir. No, no es es el más bonito. Tampoco es el más cosmopolita. No es el que tiene más parques, ni más librerías por metro cuadrado. No hay pastelerías veganas, ni tiendas de segunda mano, o vintage, como prefieran llamarlas. No hay estudios de arte, clases de cocina gratuitas, bibliotecas públicas ni bares de moda donde conocer a codiciados solteros de bien que rondan los cuarenta. Aquí lo que tenemos es un río, que no lo es mucho pero lo intenta, y un bosque con puerta de parque de aire despistado que te invita a abrazar tu lado salvaje. Cada cual sabrá cómo es el suyo. Y por una vez, el madrileño no juzga. La Casa de Campo es el campo, y en el campo puede pasar de todo. Y sino que me lo digan a mí el día que mi abuelo, gallego hasta la médula, me encontró jugando al pilla pilla en los maizales con mis primos. Tenía siete años, y me pegó tal tunda que me dejó sin palabras y sin aliento para pronunciarlas. Mi cabeza infantil daba cien mil vueltas. ¿Qué podía haber hecho mal? Estábamos en el campo, en un pueblo de Lugo llamado ‘Sarria’: era imposible que ahí pudiese pasar nada malo. Pero mi abuelo sabía mucho de ‘los maizales’. Sabía que en el campo uno abraza su lado más salvaje, más animal, y se da al hambre, a la sed, a la exploración sexual ultra temprana con primos también, parece ser. 

Tiene gracia que me acuerde de mi abuelo ahora, porque si he hecho de este barrio mi pueblo fue por él. Puede que una vez que dejas al campo entrar en tu corazón ya no lo puedas sacar, porque cuando mi abuelo llegó de Galicia, cató el Sol de Madrid y se mudó al Río, sin pensarlo. Cerca del campo. Cerca de lo salvaje, que resulta mil veces más comprensible que el resto de la ciudad. Para empezar, hay más árboles que gente, y eso siempre es buena idea. Mi abuelo vio esa tierra, un poco un elevada, como si estuviera mirando al resto de Madrid por encima del hombro, y se quedó. Y cuando murió dejó un piso medio en ruinas donde ahora vivo yo, arruinada del todo. La vida es cíclica. Todo vuelve. 

El Río, el pueblo que me ha adoptado, fue construido por gente joven de todas partes. Fueron asentándose lentamente, construyendo casas baratas, de diseño sobrio, apostando por la funcionalidad por encima de todas las cosas. Montaron pequeños negocios, tuvieron hijos, y caminaban incansables hacia un futuro ingrato y lleno de preguntas. Fueron supervivientes de convicciones ajenas y dieron de comer a la generación que nació para ser educada en las bondades eternas de Franco. Y también sobrevivieron eso. Unos mejor que otro, claro. 

Mi barrio es un pueblo que ha conocido el hambre. El hambre de verdad. El de enfrentarte al mundo sin saber cuándo comerás, cuando dormirás, cuando morirás. Pero todo eso, por supuesto, pasó mucho antes de que yo llegara a él, y desconozco los detalles de tal verdad porque, por mucho que pregunte y pretenda empatizar, no es mi verdad ni lo será jamás. 

Sea como fuere, esos que una vez fueron jóvenes hambrientos han tirado calendarios a puñados y ahora pasean por El Río con ochenta y pico primaveras y pocas ganas de caminar. Se ayudan de bastones y sus miradas zigzaguean entre la gente joven, buscando algo que odiar. ‘Conozco a ese viejo’, pienso cuando veo uno. Lo conozco, porque es calcado a mi abuelo, al vecino de enfrente, al que siempre se cuela en la farmacia y al que me mira el culo en la parada del autobús. Son el mismo señor, insatisfecho, indignado, encantado de tener algo que odiar. Y busca. Busca con la mirada alguien que le pueda comprender, alguien que pueda escuchar la retahíla de maravillosas frases que lleva cincelando desde el martes por la mañana, que fue la muchacha latinoamericana a limpiarle su casa, que por supuesto no tiene ni idea de dónde es ni le interesa tampoco porque no le parece bonita, la verdad, no es gran cosa a sus ojos devorados por la misoginia barata de quien se cree Clark Gable simplemente por tener pene. 

El viejo busca un cómplice amigable, alguien que no le vaya a juzgar en su odio sino que le aplauda las ‘verdades como puños’ que va a soltar en formación de a uno, y siempre uno detrás de otro, sin parar. Busca un cómplice pero lo quiere joven, porque quiere adoctrinar en su infinita sapiencia de ser viejo, de haber visto mucho y haber vivido aún más. Porque la edad es el único grado que realmente importa, todo lo demás son paparruchadas, y deberías dedicarte a escuchar, a ver si así aprendes algo importante de verdad. 

Cierro el libro y levanto la mirada. El viejo se me ha sentado tan cerca que parece que me vaya a abrazar en el banco. Un par de ojos extraños bienintencionados pensarían que es mi abuelo, claro. ¡Cómo va un desconocido a sentarse a tu lado así de cerca y ponerse a hablarte sin más! Pero esos desconocidos son turistas en mi pueblo. Los de aquí sabemos qué pasa. Sabemos qué tipo de viejo es éste. El señor que se sienta a mi lado, mesándose el pelo con una media sonrisa para volver a calarse la boina, que la tarde está que refresca, es lo que llamamos un Viejo-Mierda. Uno de esos viejos que aún no se ha muerto porque ni Dios ni el diablo lo quieren cerca. Así que te los encuentras en la calle paseando, rezumando odio y soledad por partes iguales; en la frutería, tocando todas las frutas para criticarlas de cerca y volviéndolas a dejar donde estaban, contaminadas, impuras; o en el banco, con la cartilla abierta esperando para hablar con el gerente, que no se fía ‘de esas máquinas del demonio ni de las señoritas esas’. 

Pero aún así, decido darle una oportunidad. Pienso: ‘nadie elige cuándo nace, quizá este señor haga honor a su edad y realmente sepa algo’. Chasqueo la lengua mentalmente, sintiéndome mal por mi chovinismo de edad. La juventud te hace arrogante, sin duda, pero bueno, por lo menos podemos andar en línea recta y trabajar. 

Pienso: ‘voy a darle un poco de conversación, que debe de estar solísimo este señor’. Y lo estaba. Su mujer, a la que tanto había querido pero que no conocía en absoluto, había muerto dejándole sólo. Le llenaba de tristeza el mundo de ahora. ‘Las mujeres ya no son como eran’, dice.


  • ¿Tú cuántos años tienes? - me pregunta
  • Treinta y uno. - sonrío. 
  • Ah… - aparta la mirada - Ah bueno, ya eres más mayor. Es que ahora, si te acercas al instituto ese de la otra calle, si les das un paquete de tabaco y un mechero a una chavalina, ¡se va contigo!

La sonrisa se me congela en la cara. 


  • ¿Y eso tú cómo lo sabes? - no le trato de usted. No se lo merece. 
  • Ah, lo sé. Lo sé sin más. ¡Todo el mundo lo sabe!
  • Claro. Claro que sí. 
  • Que es todo culpa de la tecnología. Están todo el día con las maquinitas y se atontan. 

Miro mi regazo. Me pregunto si el mierdas éste se ha dado cuenta de que estoy leyendo un libro, sí, pero en mi puto kindle, que a los ojos de este despojo humano caducado debe de ser una de esas maquinitas del mal que nos convierte en putas baratas. Levanto el kindle y enfrío aún más la mirada. Me aseguro de que lo vea bien. 

  • Bueno, esto es una maquinita, y estoy leyendo un libro. 
  • Sí, pero qué lees. Seguro que lees esas tonterías para niñas que no dicen nada, cosas románticas sucias, que os vacían la mente, os vacían la mente. Si no sabéis leer. 
  • Es ‘It’, de Stephen King. 
  • ¿Ves? Y ese quién es. Tonterías para niñas. 
  • Claro. Claro que sí. 



Le dejo hablar. He crecido discutiendo incansablemente con mi abuelo, mi Viejo-Mierda particular al que aprendí a querer y quien me enseñó, sin querer, a pelear hasta quedarme sin aliento. Y tras su muerte, me había quedado huérfana de lucha. Pero vivía en El Río, tierra de Viejos-Mierda donde cada cinco metros hay una farmacia, una frutería y una ortopedia, y los dejaba acercarse a mí, una jovencita de gafas grandes y sonrisa fácil que parecía mirar al mundo con dulzura y tranquilidad. Lo que estos viejos no saben es que mi físico no me representa. Soy un vampiro social: diseñada para atraer conversación y programada para matar tu maldito ego de mierda. 

Le dejo hablar porque estoy esperando ‘La Gran Perla’. Todos los Viejos-Mierda tienen una. Es el orgullo de su podrido corazón, el buque insignia de su cerebro reseco, es el grito de guerra que resuena en el eco de su soledad, la bandera que visten y por la que se levantan cada mañana a pelear, a demostrarle al mundo lo mal que está. 



  • Pero claro. Algo tenéis que hacer las jovencitas… tal y como está el patio. 


Se acerca. Ya viene. Veo cómo los ojos se encienden de maldad, divertidos y sedientos de basura. 


  • Qué otra cosa vais a hacer. ¿Eh? Dime tú. Qué otra cosa vais a hacer… 

Ay, Dios. 

  • …si ya… 

Va a ser una de las grandes. Lo noto. 

  • … ¡ya no quedan hombres! ¡No hay! ¡ESTÁN TODOS AMARICONAAAOS! 

Ahí está. Ésa es. La Gran Perla de este Viejo-Mierda que se cree que alguien le importa lo que tiene que decir. 

  • Que cada vez hay más mariquitas, y los que no lo son, están amariconaos. Si no hacen nada. No se lanzan. No se arriesgan. Tienen miedo de las mujeres. ¡Miedo de las mujeres! Ya ves tú. ¿Qué miedo? ¿Qué tontería es esa? ¡Son sólo mujeres! Qué tontería es esa de hombres con hombres y mujeres con mujeres… Los hombres y las mujeres han nacido para estar juntos y ya está. Todo lo demás es enfermedad. Se muere el mundo. ¡Están todos enfermos! Se muere el mundo. 



Me levanto del banco lentamente, sin prisa. Cierro el kindle, lo guardo en la mochila y me la echo al hombro. Me abrocho el abrigo hasta arriba, me calo bien el gorro de lana y clavo mi mirada en la suya. Le noto dudar. Sus acuosas pupilas tiemblan. Coge el bastón con fuerza y se lo acerca, como demandando el respeto debido simplemente porque se está muriendo. ‘Me da igual, señor’, le digo con la mirada, ‘eres viejo, no dios.’

Cojo aire, me inclino hacia atrás, y suelto la carcajada más sonora que haya soltado jamás. Me agarro el abdomen, por miedo a estallar. Me río. Me río como una loca y sin parar. La gente nos mira al pasar. El Viejo-Mierda se remueve en el asiento, incómodo. No sabe qué hacer. Como tiene el cerebro seco y el corazón podrido no es capaz de imaginar que le puedan pasar cosas así. ¿Que alguien se ría de su verdad? Imposible. ¡Es la verdad más verdadera que existe porque él es viejo! Y todo el mundo sabe que lo único que hace falta en esta vida para ser sabio es vivir mucho tiempo. No vivir mucho, no, sino vivir mucho TIEMPO. Es decir, sobrevivir a muchos días vacíos, uno detrás de otro, con la mirada fija en la nevera y en la radio escuchando coplas, viviendo en una España que hace mucho que no existe, pero qué más da, sin con odio todo se puede inventar. 

Me enjugo las lágrimas, le doy un toque en el hombro, un toque de amigo de toda la vida, y antes de marcharme y dejarle sumido en la más absoluta soledad, esgrimo la mejor de mis sonrisas y le digo: 


- Pues haga el favor de morirse usted primero.


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domingo, 28 de mayo de 2017

El camino espera


Sé que he hecho mal. Me he ido quince días a hacer el camino de Santiago y no os he contado nada. En mi defensa diré que han pasado tantas cosas que no sé por dónde empezar. ¡De verdad! El día que abra la boca querréis que la cierre para siempre, así sin más.

Y la gran mayoría de ellas no os las puedo contar ahora.

A ver.

Eso es mentira.

Os las puedo contar perfectamente, pero se perdería un poco la gracia, la verdad.

Pero puedo empezar por hablaros del camino. Me puedo poner muy intensa y trascendental y contaros que me ha cambiado la vida. Os puedo contar cómo,  paso a paso, me he ido convirtiendo en alguien distinto, alguien a quien no me importaría conocer cada día un poquito más. También puedo echarme confetti por encima mientras os lo cuento.

Pero elijo empezar por deciros que soy feliz, como hacía décadas que no era. Y me duele saber que no exagero ni un poquito. He dejado la veintena atrás con tristeza, dándome cuenta de que no me parecía en nada a la niña que fui, que siempre quise seguir siendo.  

Y cumplir treinta… ha sido el mejor despertador que se puede tener.

Y me fui a hacer el camino. Porque quería. Porque podía. Y me fui sola, con menos miedos de los que esperaba, y cargada de ilusión.

Por supuesto, como no podía ser de otra manera, no me preparé en absoluto. Quiero decir: hay gente de setenta e incluso de ochenta años que lo hace, no podía ser tan complicado, ¿no?

Cogí una mochila vieja que encontré en casa de mis padres, me compré un palo de cuatro euros por internet, unas botas nuevas que sólo me puse para comprobar que me iban bien, un sombrero de explorador del Decathlon y un montón de calcetines. Cogí un par de mallas de mi armario, cuatro camisetas viejas y un pack de bragas de algodón de esas que dices que nunca te comprarás pero que resultan ser lo mejor que te has puesto en tu puñetera vida.

Me cogí un tren a León y decidí que iba a poder con ello.

El primer día fue terrible. Y el segundo. Y el tercero. Después de casi cinco años sin moverme de una silla, escribiendo, componiendo sin parar (y para qué, diréis muy sabiamente)… después de cinco años viviendo bajito, sin hacer todo lo que quería hacer, todos mis músculos y mis huesos tenían una crisis de identidad muy grande. Vamos, que me dolía absolutamente TODO.

El cuarto día me caí. Me avisaron de que iba a ser un día duro, todo bajada, que me lo tomara con calma, que lo mismo llovía.

Que lo mismo llovía.

Hijos de una hiena.

Diluvió.

Llevaba las mallas de deporte más absurdas del mundo, una chaqueta-chubasquero de cinco euros del Decathlon y un poncho enorme que me dio mi padre en el último momento con una mirada de “fíate de mí que soy gallego” a la que no pude decir que no. Y menos mal. Me puse todo lo que tenía y, encima de las capuchas, mi comiquísimo sombrero de explorador de ala ancha y cordón.

La mierda de ir sola a estas cosas es que nadie te puede sacar fotos a la altura de las circunstancias.

Pues me puse a subir los montes que me quedaban hasta llegar a Foncebadón. Y después bajada. Hasta Molinaseca. Porque todo lo que sube baja, y sólo ahora que he hecho el camino de Santiago entiendo esa puta frase de verdad.

Me caí a mitad de jornada. Más bien me comí el suelo, con ganas, con alevosía y hambre, vaya. Otra vez, no había nadie a mi alrededor para disfrutar de la soberana hostia que me metí, así que me tuve que reír sola y seguir andando como si nada, porque la vida sigue, y el camino espera.

El resto del día lo pasé escuchando música celta y riéndome sola bajo la lluvia, arrastrando un poco la pierna izquierda, porque algo me había hecho en la rodilla pero estaba demasiado flipada con el maravilloso paisaje como para pararme a mirar, o siquiera pensarlo. No podía dejar de dar gracias por estar viva, por haberme atrevido a echar a andar cuando todo el mundo me decía que me había vuelto loca, que no lo iba a conseguir, que por qué no me iba a una playa a Portugal a ver pasar el tiempo y beber sin parar.

En pleno diluvio, me perdí, y encontré el camino de nuevo detrás de una casa. Tenía que haber sacado una foto, sólo así comprenderíais cómo me sentí.  Creí que el mundo se hundía bajo mis pies.

No podía bajar por ahí.

Sólo llevaba un palo, un poncho que me quedaba cuatro tallas más grandes y una rodilla que se negaba a funcionar. Ahora en casa me imagino allí, lo pienso bien, y fui una imbécil y una temeraria. Sin ningún tipo de preparación, sin el equipo adecuado y con una rodilla jodida (que aún a día de hoy, unos veinte días después, médico y rehabilitación, no me deja andar bien) miré el hoyo embarrado que hacía de camino y me lo pensé. Llamé a mi padre, buscando fuera de mí ese sentido común que obviamente yo no tenía, y mi padre, que no veía lo que yo veía, que no le dolía lo que a mí me dolía ni llevaba veinticinco kilómetros a sus espaldas bajo la lluvia, no supo qué decirme. Se debatía entre animarme a seguir y conseguirlo y  darme permiso para rendirme… me quedaban menos de 10 kilómetros, y justo en ese momento aparecieron dos señoras de unos cincuenta años, súper equipadas hasta los dientes, con dos palos técnicos maravillosos y mini mochilas… me sonrieron… y se metieron en el hoyo.

-       Papá, perdona, tengo que dejarte. Han pasado dos señoras y ahora tengo que ir. Joderjoderjoder. Te dejo. Te llamo cuando salga… - colgé – si salgo.

Agarré mi palo y las seguí hacia la oscuridad. Apagué la música. Lo guardé todo bien guardado y me concentré en no caerme. El hoyo embarrado poco a poco se fue convirtiendo en sendero, lleno de piedras y con un riachuelo improvisado por la lluvia constante. Las ramas de los árboles se cernían sobre nosotros, atrapando la luz. Hubo un par de momentos en los que realmente pensé que no saldría de allí. Bajada constante, el suelo mojado, no paraba de llover... Mi rodilla estaba cada vez peor y el cansancio se iba notando cada vez más. Recuerdo que iba musitando “poco a poco, poco a poco” constantemente, como si de una oración se tratase. En algún momento adelanté a las señoras, que parecían sacadas de un anuncio de Desafío Extremo y a sus dos pares de palos técnicos repipis que aprendí a odiar de pura envidia pasajera (porque mi palo es lo puto más), pero estaba tan concentrada en no caerme colina abajo que ni siquiera pude saborearlo.

Y llegué. Llegué a Molinaseca, joder. No podía creérmelo. Caminé hacia el primer banco que vi y me eché a llorar. Llamé a mis padres, que por supuesto nunca dudaron de que lo conseguiría, claro, y me quedé un rato ahí, clavada, mirando la lluvia caer, porque por supuesto seguía lloviendo.

En fin. Aventurillas como ésta, todos los días. Conocí a un montón de gente, reí, lloré, brindé con gente que venía desde la otra punta del mundo, hice un amigo para toda la vida y encontré el sitio perfecto al que volver. Me perdí tres veces, pasé miedo otras tres, y me hicieron fotos guiris desconocidos que no podían creerse mis pintas y lo confundían con “autenticidad y austeridad”, como si fuese el mejor complemento de moda para las selfies de su viaje. Que no señora, que ni lo uno ni lo otro: es que no tengo ni dinero ni ganas para forrarme entera de The North Face.

Mentira.

Mentira otra vez.

¡Si tuviera dinero me hubiese comprado hasta protegeslips de The North Face, joder!

Hacer el Camino de Santiago sola fue un puñetero regalo, la mejor peor idea que he tenido nunca, el viaje que siempre quise emprender y nunca tuve el valor de imaginar. Fui de León a Santiago, y ahora quiero más.

Bailé en el bosque, canté en la oscuridad. Hablé con el viento y me perdí entre las ramas de los árboles al andar. Reí, lloré, soñé con tanta fuerza que me dolía el alma de tanto amarlo todo sin parar. Fui tan feliz que pensé que iba a entrar en combustión espontánea.

Esta nueva yo empieza hoy a planear el camino entero. Sola, por supuesto. Sola, con todo lo que soy y todo lo que temo... Que cada vez es menos, la verdad. Y con todos vosotros… ¡porque luego vengo y os lo cuento!

Seguiré andando, porque la vida sigue, y el camino espera.


sábado, 29 de abril de 2017

Buen camino


Llega un momento en la vida en el que cumples 30 años y ya no puedes mentirte más a ti mismo. Llega un momento en el que abres los ojos, te descubres, y resulta que no eres la persona que pensabas que eras.

Ayer dejé atrás la veintena y os juro que me siento diferente. En parte porque esto de pasar de década tiene su importancia emocional, y en parte porque estoy estrenando unas bragas fabulosas que me compré el otro día en El Corte Inglés con bastante reticencia por eso de que la experiencia no molaba tanto como dejar que te roben descaradamente en Victoria Secret por unas braguitas que 1) no son tu talla y 2) sabes perfectamente que no van a aguantar ni tres puestas,  y la verdad, no sé cómo he vivido tantos años sin ellas. Cumplir 30 y empezar a comprarte la ropa interior adecuada es todo uno, parece ser. Y sienta jodidamente genial.

Soy otra. Lo juro. La próxima vez que me pregunten “qué le dirías a tu yo de hace 10 años” responderé: “no te fíes de los anuncios. Vete al Corte Inglés y deja que la especialista en bragas te diga lo que necesitas, que tú no tienes ni puta idea.” Me irá mejor. Seguro.

Pero bueno, el caso es que mola cumplir años, porque ya te vas conociendo, y todo te va dando más igual. Porque te aceptas y no le das tanta importancia a las chorradas que antes parecían asuntos de vida o muerte… y, en casos como el mío, también mola porque te vas quince días a hacer el Camino de Santiago y no puedes esperar a dejar el mundo, tus peque problemas y tus putos sueños atrás por unos días.

Así que ahí estamos, preparando la mochila. En unos días me voy a hacer el camino, a desaparecer un ratito, a coleccionar ampollas, agujetas y pensamientos errantes. Si ya he estado bastante ausente en las redes sociales en los últimos meses, nos esperan unos días de absoluto silencio si todo va bien… o de tweets histéricos si me aburro mucho, porque me voy sola. He decidido hacer el camino igual que voy por la vida: solita, con una gran carga a las espaldas que yo misma he puesto ahí y un palo. A ver, palo el que me han dado una y otra vez, pero bueno, para andar la verdad es que tiene su gracia.

Nos vemos en un par de semanas por aquí comentando lo duro que es andar mucho rato durante muchos días, lo fútil de la existencia humana y la delicia de las pequeñas cosas.

Buen camino.



domingo, 9 de abril de 2017

Persigue tu sueño


“Persigue tu sueño, no lo dejes ir jamás, y todo irá bien.”

Y yo, como una imbécil, les creí.

Así que hice las maletas, físicas y emocionales, y eché a correr detrás de una idea, de un concepto que ni siquiera era mío: lo había heredado de los 80, como mi pasión por los videojuegos de arcade y el iridiscente pop electrónico. Corrí pensando que lo conseguiría, que sería especial. Iba tan deprisa que más que un sueño parecía un póster desgastado de la habitación de alguna otra adolescente igual de borrosa que yo, a la que el mundo iba a castigar por tener tetas y ser normal, como yo.

Di por sentado que llegaría, sería como David Bowie, y me emocionaría todos los días cantando cosas que significaban algo desde algún sitio como París o Nueva York, escribiendo letras que me convertirían en alguien mejor, bebiendo mucho café, fumando ocasionalmente, colaborando en musicales de Broadway porque “why not”. 


Corrí, sin mirar atrás.

Pero si os soy sincera, y últimamente no puedo dejar de serlo, nunca me imaginé a mí misma haciendo nada de eso, al menos no en serio. Creé una versión de quién creía que era, que encajaba en el sueño, pero esa chica, ahora lo sé, no era yo. Mi vida era como ver una película con una protagonista que me recordaba un poco a mí, y que no acababa de entender del todo. Era bonito y un poco triste a la vez. En las contadas ocasiones en las que me paraba a respirar, fantaseaba con una casita pequeña en un bosque con vistas a un lago, una acogedora biblioteca con chimenea y una bodega llena de vinos buenísimos. Pero me lo dijeron tantas veces… estaba en todas partes: “tienes que triunfar, tienes que soñar a lo grande, y tienes que perseguir ese sueño sin descanso”. Y les creí. Empecé a pensar que de eso iba la vida, de perseguir sueños. De dejar todo lo demás atrás.

Y ahora, a unos pasitos de los treinta años, me he dado cuenta de que llevo tanto tiempo soñando que me he perdido mi puñetera vida. Y sinceramente, no me quiero perder nada más. Así que he decidido cambiar, cambiarlo todo.

Al principio lo único que quería era despertar, dejar de soñar. Después pensé que lo que necesitaba era otra forma de soñar el mismo sueño. Y por último decidí, no sin un tremendo dolor en el pecho que parecía prender fuego al aire que respiraba, que lo que necesitaba era otro sueño que reemplazara al viejo.

Han pasado años desde que soñé la música, y he cambiado tanto, tantísimo, que sabía que no me costaría mucho encontrar otra gran pasión escondida debajo de las enciclopedias que siento que he escrito sin mirar dentro de mí misma… y que jamás leeré, por supuesto. Me tragué sin rechistar esa idea de necesitar un sueño distinto que perseguir incansable hasta el infinito y más allá, y me puse manos a la obra.

Y ahora, después de meses de arduo trabajo emocional… me he dado cuenta. He encontrado la respuesta. Y es tan jodidamente evidente, que me duele pensar que ha estado allí todo el tiempo y no he sido capaz de verla. Estaba tan ocupada intentando triunfar, intentando ser feliz, que perdí de vista lo esencial.

No sé por qué, cuando imaginamos un sueño, tendemos a pensar que los sueños son una fuerza estática, un destino fijo, la materialización indisoluble de quienes debemos ser. Pensamos que un sueño es un lugar, un objetivo y un billete de ida cerrado con fecha de caducidad. Pero nos equivocamos. Nos equivocamos todo el rato sin parar... cómo no.

Y es que estoy empezando a pensar que a lo mejor soñar es como respirar, una función más que no podemos evitar, que no hay manera de encauzar. A lo mejor un sueño es simplemente un parpadeo de humanidad en la oscuridad. Un latido en el silencio. A lo mejor es viento y (perdonadme la cursilería extrema pero no lo he podido evitar) nosotros el barco perdido en mitad del mar. A lo mejor los sueños son la energía renovable que nos mantiene con vida y en movimiento… y no tienen nada que ver la tiranía del éxito. Y cambian, y evolucionan, vienen de todas partes y de ninguna a la vez. Y nosotros tenemos derecho a perdernos, a no entenderlos, a cambiar de rumbo y explorar todo el puñetero universo, a dejarnos llevar por el mar… a saltar de un sueño a otro, saborearlos todos o dejarlos pasar..., porque la vida es muy larga, pero demasiado corta como para ponerte a pensar qué es vivir y qué es soñar, dónde empieza el cielo y dónde acaba el mar.

Porque… ¿y si la vida no va de cumplir un sueño?

¿Y si el sueño es saber seguir soñando, sin más?

Pase lo que pase. Soñar contra todo pronóstico. Soñar, ya está. Y vivir tu vida. La que te gusta. La que te hace sentir bien. Una vida que no tiene por qué tener sentido. Una vida que recoja todas las cosas que te hacen feliz, que camine hacia el sueño de poder seguir soñando y cambiando, reinventándote sin miedo y sin razón, retozando en una caótica rutina que sea realmente tuya, y no una persecución desesperada de un concepto de “triunfo” que has heredado sin mirar.

¿Y si la vida va de vivir soñando? ¿Y si el único éxito que existe es ser feliz con lo que hay?

Me revuelvo en la silla. Son las tres de la mañana de un sábado y estoy en casa escribiendo, sola, sintiéndome caer. Y es genial. Tengo todas las ventanas abiertas y hace un poco frío, pero por fin algo tiene sentido. Me fumo un cigarro y me pongo a canturrear en la oscuridad. 

No sé qué va a ser de mí mañana. No tengo ni la más mínima idea de qué voy a hacer con mi vida. La verdad es que no tengo ningún plan, no persigo ningún objetivo en concreto y tampoco busco triunfar más allá de preparar el capuccino perfecto mañana para desayunar. No tengo ni idea de hacia dónde voy, ni a dónde voy a llegar, pero ¿sabéis qué?

A lo mejor ése es el maldito sueño.


A lo mejor ésta es mi jodida forma de soñar.


martes, 21 de febrero de 2017

Una chica, sin más

A ver. Ésta es una de esas historias que no cuentas. Son cosas que te pasan, y una parte de tu cerebro piensa que lo estás viendo por televisión, que es imposible que algo así esté sucediendo, a ti, que eres una persona tan tranquila, tan jodidamente normal. Y decides olvidarla, dejarla atrás.

Hace un par de años, que parecen quinientos pero en realidad no fueron más de tres, tuve un percance con un taxi.

Estaba volviendo a casa un viernes noche. Serían las dos o tres de la mañana. Había bebido un poco y decidí que era más seguro coger un taxi que volver andando a casa. Vivía muy cerca, por la glorieta de Bilbao, a veinte minutos andando del bar en el que estaba pero “¡qué narices!”, pensé. “Me voy a pedir un taxi que llevo tacones y eso hay que celebrarlo”.

Cogí el taxi. Le di la dirección de mi casa y bajé la ventanilla para disfrutar del frescor de la noche… y huir un poco del clásico ambientador de coche, que siempre me da una especie de urticaria emocional.

El conductor bajó la radio que llevaba puesta y empezó a hablar conmigo. Eran preguntas normales: qué tal la noche, si había bebido mucho, que cómo somos los jóvenes, ja ja, que si había quedado con amigos… Y luego empezó a preguntar cosas como si vivía sola, si tenía novio… que si me sentía segura en el barrio. Que si me gustaba fumar.

Llevaba un par de cervezas encima, pero mi cerebro en seguida empezó emitir mil señales de alarma. Dejé de contestar, fingí que me llamaban por teléfono y clavé la mirada en Madrid. El conductor seguía hablando. Que por qué me ponía así, que había que ver cómo era… El tipo estaba haciendo movimientos extraños, pero era de noche, estaba oscuro y yo jamás hubiese podido imaginar que se pudiese estar tocando. Todo aquello superaba mi definición de surrealista, así que lo bloqueé mentalmente y empecé a rezar. Vi un bar, y le pedí que parara ahí mismo, que había olvidado que había quedado con una amiga en ese bar. Se rió y siguió conduciendo. Y siguió tocándose.

Llegamos a mi casa. Le medio tiré un billete de cinco o diez euros, no lo recuerdo, y salí pitada. Ahora me parece ridículo que encima le pagara la carrera al degenerado ese, pero no era capaz de imaginar que la historia no terminase en ese maldito taxi. Le oía corriendo detrás de mí. Riéndose. “¡Pero mujer! ¡Cómo eres! Déjame que te acompañe hasta el portal, ¡no te vaya a pasar nada! ¡Que te llevo hasta la puerta!”.

Me maldije a mí misma y al mundo entero por llevar unos preciosos tacones esa noche, justo esa, y metí la llave en el portal temblando, mascullando mil improperios. Había visto muchas películas, y me parecía estar en una de ellas, representando un papel sin más. Pero no.

Cerré la puerta justo en su cara.

El muy hijo de puta estaba encantado. Se lo había pasado de miedo persiguiendo a una muchacha por la calle con media chorra fuera. Aporreó la puerta, riéndose, frotándose contra ella, diciendo cosas que sobrepasaban mi nivel de comprensión humana. Subí corriendo las escaleras. Entré en mi casa, cerré la puerta y eché el cerrojo.

No encendí ninguna luz. No quería que supiera cuál era mi piso. Me acerqué a la ventana a ver si se había marchado. Se estaba pajeando en la puerta. Me alejé de la ventana. Estaba temblando. Quería llorar, romper algo. Estaba enfadadísima. Con él. Conmigo misma. Con los putos tacones.

Me di una ducha, me puse el pijama y me enterré bajo el edredón. Y decidí que nunca más me sentiría así de desvalida. Que la próxima vez sabría reaccionar. Le metería una hostia. Apuntaría su número de licencia de taxi. Su matrícula. Llamaría a la policía. Le harías sentir como la basura que realmente era. Yo que sé. Algo. Lo que fuera. 

Me pasé días, semanas, caminando a medio correr, mirando a todos lados, sospechando de cada taxi que pasaba cerca de mí o de mi casa. Rezaba para no volver a verle jamás y rezaba aún más para encontrármelo un día andando por la calle, desprevenido, y enfrentarme a él. Ese mierdas sabía dónde vivía, ¿qué le impedía volver otro día a terminar lo que empezó?

Por eso cuando alguien me dice que lo pasó este fin de semana no es para tanto, que el hecho de que un conductor de Cabify haya cogido mi teléfono sin permiso y me haya pedido quedar debería tomármelo como un piropo… me pica el alma. Porque no es un piropo que alguien piense que puede disponer de mí según le plazca, sin contar con mi consentimiento primero. Porque los malos no surgen de debajo de las piedras de un día para otro: se van forjando poquito a poquito en personas que piensan que tienen más derecho a ser felices que los demás, pasto de un privilegio que no son capaces de comprender ni de manejar.  Los taxistas, los policías, los profesores, médicos… son personas en las que confías instintivamente, y cuando son ellos los que se exceden, los que se aprovechan de una situación que tú te has visto forzado a aceptar (porque necesitas llegar a casa, has tenido un problema grave, necesitas una educación, estás enfermo…), aunque el abuso sea leve, solamente un poquito, es doblemente duro porque no te lo esperas en absoluto, porque esas son las personas que se supone que te tienen que ayudar.

Por eso es una cosa seria. Por eso me preocupa. No porque un tío desconocido me escriba por teléfono, sino porque era el tío con el que yo contaba para huir de todos los demás, para volver a casa tranquila, sin mirar por encima del hombro.

Porque no debería hacer falta una historia truculenta para que otros entiendan que no quieres que gente que no conoces, ni quieres conocer, tenga acceso a tus datos privados. Y porque, lamentablemente, ésta es una historia de muchas, una gota en un océano de pesadillas mil veces peores, millones de heridas mil veces abiertas.

Estas dos historias acaban bien. Soy una chica con suerte… pero debería ser una chica que no la necesita. Debería ser una chica, sin más.  

domingo, 12 de febrero de 2017

Eurowestworld

¿Habéis visto Westworld ya? ¿Sí? ¿No?

Es bestial. Tenéis que verla.

No os quiero hacer spoiler, pero es que ayer vi el final de la serie y la selección del representante español de Eurovisión… y me di cuenta de que Eurovisión es como Westworld: hay dos juegos distintos que se ejecutan a la vez, dos niveles superpuestos. El más evidente y superficial, en el que cada país lleva una candidatura, una canción, un artista, una propuesta estética y televisiva para compartirla con los demás, y sólo uno gana y los demás pierden.

Y luego está el verdadero juego, el laberinto que hinca sus garras en lo más profundo de nuestra identidad artística musical y en los resquebrajos del comercio de entretenimiento a nivel internacional. 

Y son muchos los jugadores que buscan divertirse, brillar y ver satisfechos sus deseos más oscuros, y muchos los locales que luchan por completar y comprender sus lacerantes narrativas. Pero no hay suficientes valientes buscando entender el puñetero laberinto. 

Eurovisión no es sólo un concurso televisivo y musical. Es una fiesta, sí, amada por muchos, despreciada por otros... Pero Eurovisión es también una feria para profesionales: todo el mundo gana si lo hace bien, y todo el mundo pierde si no se sabe muy bien por qué está ahí. Y eso es lo que le pasa a España, año tras año.

Se han escrito mil tweets sobre lo que pasó anoche, tweets de enfado, de pena, de rabia y de desconocimiento… tweets halagadores, otros graciosos o sin ninguna gracia. Permitidme que, después de mis cuatro chistes de rigor en Twitter y dejando de lado mis pequeñas preferencias personales que de ninguna manera fueron satisfechas anoche, os deje este pequeño comentario para finalizar.

Eurovisión es un negocio. Como Westworld; es un parque temático de música, que busca hacer bailar a unos... hacer negocios con otros... y encontrar algo más, algo único que lo cambie todo. Es un escaparate comercial, el sitio en el que forjar alianzas, conocer gente y tender puentes. El lugar perfecto en el que contactar con inversores, con medios extranjeros y compañías musicales que de ninguna otra manera hubieras llegado a saludar jamás. Y tenemos que tomarnos el juego mucho más en serio.

Nuestro representante en Eurovisión será un embajador de las artes españolas en Europa. Va a hacer trescientas entrevistas, dará conciertos, viajará y contará a todos quienes somos, cómo somos, y qué queremos ser para ellos. Será la persona con la que compararán el concepto que tienen de nuestra cultura, nuestras costumbres, nuestra profesionalidad y nuestra calidad humana y artística. Será nuestro primo, y cuando viajemos a Alemania a pedir trabajo, o cuando vayamos a conocer a la familia de nuestro novio ucraniano, será la anécdota cultura que tendrán esos queridos desconocidos para contextualizarnos.

Nosotros, los españoles, no invertimos nada en la marca “España”, básicamente porque somos los primeros que no creemos en ella. Y seas o no fan de la marca, o del concepto de "país" y "nacionalidad" -a mí personalmente no me seduce ninguna de las tres, la verdad-, vivimos en una realidad comercial en la que tiene un uso específico, y muchas cosas dependen de ella, como la generación de proyectos internacionales, mejorar el comercio artístico, abrir fronteras para nuestra música… Pero no. Preferimos patear cada pequeña oportunidad de crear un sello de calidad impermeable y duradero que nos ayude a establecer relaciones profesionales y culturales provechosas, y encima nos partimos de la risa.

El público enloquece, se enamora, lo goza fuerte y vota con el corazón. Visita Eurowestworld y se deja llevar por el momento. Vibra. Y mientras ellos votan por su favorito, los demás se lo piensan dos veces. 
La industria, Delos, busca el beneficio, la gratificación económica, el negocio rápido y fácil. Se manchan las manos, y no hay lugar para cursilerías. Y los profesionales, los músicos, buscan la anomalía en la narrativa, el puñetero laberinto que les ayude a entender. Se fijan en la persona, en la propuesta, en la carrera. Se hacen preguntas incómodas y muy poco glamourosas en las que los demás no quieren pensar, porque esa persona no sólo representa a su país y su cultura, no sólo les representa como individuos, sino que también representa a su gremio, a ellos como músicos. Representa su trabajo, y con la comida no se juega.

Y todos ellos piensan: “si yo fuera un súper directivo sueco de una discográfica o promotora genial y conociese a esta persona… ¿querría hacer negocios con ella? ¿Tiene solidez? ¿Me gastaría dinero? ¿Le ayudaría?”.

Piensan así, porque así van a pensar "ellos", las personas que abren puertas y cambian códigos. Y la respuesta, lamentablemente, suele ser "pseee... no". Mientras, nuestros grupos, nuestros artistas, atrapados en una narrativa que no es la suya, intentando liberarse de las limitaciones impuestas por la industria, el consumidor masivo y las catárticas circunstancias, siguen peleando a oscuras y en soledad, por liberarse y salir fuera porque, seamos sinceros que esto es Internet, el hecho de haber nacido en España es a día de hoy una lacra para sus carreras si pretenden exportar su trabajo.

Por supuesto Eurovisión no es ninguna solución mágica a nada, y como Westworld, tiene sus propias reglas, sus defectos de sistema, sus villanos y sus narrativas fijadas... pero lo cierto es que Eurovisión podría abrir muchas puertas para los músicos españoles… si tan sólo pudiésemos encontrar el puñetero laberinto, Dolores.